miércoles, 10 de mayo de 2017

"S.S. Prosperous", primera parte, por Fraterno Dracon Saccis














Ilustración por All Gore.














Cuando el horizonte había devorado por completo al sol, saboreando hasta el más pequeño y postrero rayo, el último de los pasajeros del
S.S. Prosperous abordó con su pequeña maleta y el paraguas que lo protegía de la llovizna que, a pesar de su suavidad, extendía una espesa capa sobre la cubierta.
     Luego de zarpar, pasajeros y oficiales se reunieron en el comedor para la cena. Todos excepto Alexander Pimur, que se excusó diciendo que había comido suficiente como para varios días, en un comentario que solo le causó gracia a él, como pudo confirmar el capitán al repetirlo en la mesa. No le había gustado aquel tipo, pero había pagado buen dinero por una de las pocas plazas con que contaba. Tampoco estaba la hermana Marianne, que se acostaba temprano como buena religiosa.
     En la habitación se encontraban el capitán Alexei, su primer oficial Charles Pitchard, el segundo oficial Gustave Melle, el tercer oficial, Bruno Albacete, el jefe de máquinas, Dwayne Lieber, además del comerciante Roger Blanche y su hija Rose.
     —El joven Alexander apareció hace algunos días buscando plaza para Londres —ante la insistencia de Blanche, el capitán comenzó hablar sobre el pasajero que había retrasado el desamarre—. Me contó acerca de su enfermedad y que necesitaba una cabina individual, ya que debe encerrarse durante el día, incluso si el cielo está completamente nublado. Le dije que, aunque sí teníamos como destino Londres, no contábamos con el espacio que él requería. El último camarote disponible había sido tomado por un matrimonio de recién casados.
     —Que horrible lo que les pasó —comentó Blanche.
    —Fue una suerte —dijo Albacete con la boca llena, salpicando migas—, pagó más del doble que los Rymer.
     El capitán quiso fulminarlo con la mirada, pero el tercer oficial no quitó los ojos del plato.
    —Las calles de La Rochelle están cada vez más peligrosas. A veces me recuerdan a París.
     —¿Y cómo es que murieron? —preguntó la pequeña Rose, con una sonrisa curiosa que se apagó ante el reproche silencioso del entrecejo del padre.
     El capitán, algo contrariado por tener que profundizar en el tema, respondió escueto.
     —Prefiero ni enterarme. El detective que vino a hablarnos buscando algún indicio, no fue capaz de contármelo. Cuando se lo pregunté, solo se puso pálido, como si se le hubiese ido toda la sangre del cuerpo.
     —Que jugosa está la carne.
Al ver como Albacete se llevaba a la boca un gran trozo de carne sin esperar a tragar lo que ya tenía medio masticado, y volvía a cortar otra porción escurriendo sangre; el capitán perdió el apetito. A juzgar por los servicios que habían quedado inmóviles sobre la mesa, el resto de los comensales también. Todos excepto Albacete, por supuesto.



***

     No había nada que Charles odiase más que tener guardia nocturna en el puente de mando, la primera noche luego de zarpar.
     El trabajo en mar era pesado, mas no tenía comparación con el de carga. Sobre todo bajo el mando de un capitán tan avaro como Alexei Ungarisch, que era conocido en todo La Rochelle como el que peor pagaba a los estibadores. Gracias al poco personal que lograron reunir, terminó rendido y apenas lograba mantener los ojos abiertos. Ya había dado una docena de vueltas por la cubierta, dando pequeños sorbos a la petaca de whisky, al fin que ambas cosas terminaron dándole más sueño en lugar de despejarlo. Un intenso olor a incienso rancio lo invadió, y la poca voluntad que la somnolencia le restaba, no le bastó para levantarse y averiguar el origen.
     Los párpados se le cayeron como el pesado telón de una obra que entraba en un interludio.

***

     No era la primera vez que se sentía observada.
Estando sola en su celda casi podía imaginar como la mirada de Dios tocaba la piel de su rostro mientras, arrodillada en una bandeja con maíz, rezaba, penitente. Nunca se había cuestionado, hasta este momento, porqué la omnipresencia del Señor cesaba cuando se quitaba el hábito, ya fuera para asearse o para el flagelo. Hasta Dios Padre ha de sentir pudor, como nosotros sus hijos, pensó la hermana Marianne.
     Sin embargo ahora que sólo llevaba la enagua mientras se azotaba la espalda, unos ojos parecían rondar el camarote y asomarse por la rendija de la puerta, que no dejaba pasar una aguja; a través de la escotilla, que daba hacia el mar; desde debajo de la litera, donde no había más que un bidé.
En nada aportaba a disipar el ambiente enrarecido, el olor que había acompañado en su llegada a la paranoia de verse espiada. Supuso que sería algún marino fumando tabaco aromatizado. Mañana hablaría con el capitán para averiguar, de manera sutil, la identidad del fumador.
Terminó de lavarse las heridas y se vistió rápidamente, para acabar con esa sensación que ya se había vuelto sofocante.
     Apenas puso la mejilla en la almohada, la hermana Marianne entró en un profundo sueño, que ni el ojo vouyerista ni el de Dios lograrían inquietar.

***

     La pequeña Rose se escabulló apenas los ronquidos de su padre le aseguraron que no despertaría con su escapada.
     Había oído al capitán decir a Charles que tendría la primera guardia nocturna. Esperaba que no se le hubiese unido ninguna compañía, en especial aquel tipo raro que abordo al final.
     Quedó prendada de Charles desde que lo viera cargando las mercancías de su padre. No era como los trabajadores de la fábrica, viejos tristes y quejumbrosos, ni mucho menos como sus imberbes amigos, que cotorreaban a su alrededor con voces aflautadas que se quebraban en esos ridículos tonos de la pubertad.
     La llovizna había cesado, pero en cambio el frío la golpeó al salir a cubierta, y a punto estuvo de regresar por el chal que no quiso usar, porque cubriría ese cuello que tanto alababan sus amigos. El telón de estrellas la sobrecogió con su millar de puntos titilantes, cuyo brillo junto al de la luna creciente, bañaban de plata las aguas calmas.
     En su pecho anidó la esperanza de vivir una noche perfecta.
     Avanzó hacia el puente de mando, naufragando aquella esperanza al encontrar a Charles en una pose muy poco atractiva, sentado en la silla, doblado sobre si mismo, con un hilo de saliva que colgaba desde el grueso y relajado labio inferior, para depositarse en un pequeño charco espumoso. Indignada, como si el durmiente hubiese incumplido con un compromiso, cubrió el trecho que los separaba dando pisotones que hicieron retumbar el piso del puente. Se cruzó de brazos frente al marinero y lo increpó.
     —¡Señor Charles! —ante la nula respuesta reiteró su llamado, esta vez sacudiéndole por el hombro— ¡Señor Charles!.
     El señor Charles persistió en su inconsciencia.
     Rose reprimió el deseo de chillar de impotencia. Lo que menos quería era hacerse oír por su padre. Un detestable olor a humo dulzón la terminó de expulsar de la habitación. Divisó el puente de proa y decidió que ese sería su destino. Avanzó entre aparejos y mástiles, hasta que un movimiento a su izquierda la hizo dar un salto. Se ocultó tras un tubo de ventilación.
     Lo que vio no tenía sentido.
    Una silueta ascendió desde el mar por babor, y descendió con la suavidad con que una hoja cae frenada por la brisa. No supo si fue la oscuridad o las caprichosas lágrimas que venía reteniendo hace un rato, pero esta forma vaporosa se fue definiendo hasta tocar cubierta con lo que entendió, eran un par de pies. Se quedó petrificada por el miedo, sí, pero anhelando que esa inmovilidad evitara que aquello que había abordado no la notase.
     Recordó a su madre en el ataúd abierto, cuando el invasor giró el rostro en su dirección. Ambos tenían los labios recogidos exhibiendo unas encías pálidas e igualmente contraídas, con unos dientes monstruosamente largos.
     Era la única imagen que se le venía a la mente al pensar en su madre.
     Era lo único que lograba ver en ese momento, aquella boca que se torció en un puchero sardónico. Esas fauces que dijeron,
     —Oh... pequeña, aun no era tu momento. Acabo de comer lo suficiente para varios días —Rose comprendió a quien pertenecían esas palabras. El puchero se transformó en una ridículamente amplia sonrisa—. Pero mi pecado es la gula.



Continuará...

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