martes, 25 de octubre de 2016

"El antiguo lenguaje" por Cezary Novek

Bosquejo de 'Jenifer', Bernie Wrightson.


 “Muchas personas atacan al mar. Yo le hago el amor”-Jacques Cousteau-

“El mar no tiene ni sentido ni piedad”-Anton Chéjov-

Las últimas visitas se fueron hace más de un mes. Mi hermano con la mujer y el hijo. No creo que vuelvan a interrumpirme. Se quedaron un fin de semana. Hablamos poco. Ellos se la pasaron más preguntando por mi vida que contando de la suya. Yo hace tiempo que no tengo novedades.

Y ella no les cayó bien.

Desde que me separé, cerraron el diario y cobré la indemnización, me di por liberado de responsabilidades anteriores. Vendí todo lo que tenía y me mudé a la costa. Alquilé una cabaña de pescador, lejos de todo, para escribir la novela que postergué casi desde el mismo momento en que encaré la decisión de vivir de la escritura.
Hacía siete meses de todo aquello y no había escrito nada. Dos o tres intentos introductorios. Algo de vino, muchos cigarrillos y nada de voluntad. Cuando me saturé de leer y ver películas para intentar motivarme, empecé las caminatas. Para oxigenar las ideas.
Antes de mudarme, nunca había visto el mar en persona. No se dio. Y siempre me sedujo la idea de que el movimiento continuo de la masa líquida favorecía el flujo de ideas. Me pasaba lo mismo cuando miraba el río, el chorro de la canilla e incluso con el sonido de las gotas.
Me hamacaba entre diferentes ideas que no me terminaban de convencer como para llevarlas a cabo, mientras caminaba, dos horas por la mañana, dos por la tarde.
Salía después del desayuno. Volvía para comer, dormía siesta y salía de nuevo hasta que caía el sol. Abría un vino cuando ya estaba oscuro, ponía música y me quedaba sentado en la galería, fumando y mirando la marea hasta que se acababa el vino. Después, a la cama. Y así.
El dinero no me iba a alcanzar para siempre. Creía que una vez que hubiera arrancado, terminaría la novela en menos de cuatro meses. Tenía apalabrado un editor de la capital, que me conocía del diario, había leído un puñado de relatos y estaba interesado en mi posible veta de autor. La publicación del libro me abriría puertas para volver al ruedo. Quería recategorizar mi firma.
No invité más que a unos amigos, al final del primer mes. Me aburría como un hongo pero me la pasé hablando maravillas de mi soledad productiva. La reunión consistió en recordar las anécdotas en común y vendernos mutuamente nuestros estilos de vida.
Cada quince días hacía un pedido de comestibles y volvía a casa. Y así era todo hasta el día que la encontré, a mediados del otoño.
Hacía frío. No me cruzaba casi nunca con nadie, menos en esos días. Después de rodear un montículo de piedras y arena, ahí estaba. Sentada en cuclillas, con el pelo mojado derramándose como una lluvia de aceite oscuro por los hombros huesudos y la curva de la espalda. Miraba hacia el mar y tiritaba. Sus pies delgados, largos, se frotaban mutuamente. Los dedos de las manos, entrelazados, rodeaban los tobillos adolescentes. La cara apoyada en las rodillas. Era media mañana. El día nublado susurraba brisa helada.
Le pregunté si estaba bien, si le había pasado algo. Soltó sus piernas y abrazó las mías. Levantó la vista. Tenía los ojos negros, la pupila y el iris se fundían en un solo punto, uniforme y milenario como la noche. La piel clara se volvía grisácea con el viento. Me saqué la campera y la cubrí. Después nos fuimos a casa.

viernes, 14 de octubre de 2016

"Una distante parábola de pesca" por Aaron Hernández

Pescar siempre me ha parecido fascinante. Es un juego de permanencia. No me vengan con que es antinatural, todos lo hacen. Cualquier animal allá abajo puede hacer crujir un carnoso camarón o triturar coral, incluso hincar los dientes en el muslo de un nadador descuidado. El mar, en su salvajismo, es hermoso.

Lo difícil es limpiar lo pescado. Hay que abrirlo en canal para sacar las vísceras y las agallas. Un puñado de carnada atrae más peces, sin embargo un pez vivo es más útil, puede venir algo más interesante en su búsqueda.

El mar está lleno de asesinos.

Hoy es uno de esos días que vengo por algo importante. Las grandes presas salen durante el crepúsculo. El anochecer es suyo. Sin embargo la marea lo vuelve una tarea complicada, el mar también tiene eso, está vivo, huele el miedo que hay en nosotros y se revuelve, lo maneja a su favor.

¿Has escuchado el sonido de las olas cuando el mar ha matado a alguien?

Asoman cientos de cangrejos en la arena nocturna. Las pisadas caen sobre ellos y su carne húmeda queda expuesta, iluminada por la luna. Pronto otros llenarán el vacío dejado por la huella. Eso también es el mar, la inmortalidad del ser.

Tal vez ese sea el error del hombre, creer que ha hecho suyo el mar sólo por apostar hoteles, complejos y naves de guerra en las orillas del océano. De vez en cuando descubre con horror que cualquier chapoteo es superior a sus fuerzas.

Mueren especies todos los días, cetáceos, escualos, mamíferos, toneladas de peces que terminan hechos trizas durmiendo en una lata. ¿Puedes imaginar un bocado aceitoso de carne humana en el interior de una lata? A nadie le importa.