"The Devourer" ©2012 Khaoz Vortexx |
*Relato inspirado en la ilustración "The Devourer" de Khaoz Vortexx, parte del desafío "Imago Hallucigenia".
«Dios ha muerto» —Friedrich Nietzsche
Al principio fue la oscuridad.
Luego de unos minutos, se dio cuenta que no era la
falta de luz la que lo cegaba, si no que las costras que cubrían sus párpados.
Atravesó el umbral de dolor donde la conciencia es extirpada del cuerpo,
difuminando los sentidos como una gran mancha de sangre mal limpiada. El
sufrimiento de una especie se había posado sobre sus hombros. Arrastrándose sin
rumbo, las uñas se clavaban en una superficie cuya textura no lograba
identificar, desagradable el tacto, escurridiza como la arena o el agua entre
los dedos.
Pronto le llegaron los residuos de una voz.
Intentó guiarse por el delgado hilo que cosquilleaba en sus oídos, hasta que
las palabras se hicieron inteligibles
“Acércate, sí, ven aquí Nazareno, arrímate al
calor de mi fuego.”
Las palabras se trenzaban con el crepitar. Solo
cuando el ardor alcanzó su piel se dio cuenta de que había tenido frío.
“Ten, lávate esa cara que das más pena de la que
has dado durante miles de años.”
El comentario no le hizo ningún sentido. Aún así
tomó el balde que le habían alcanzado y lentamente fue quitándose la máscara de
sangre reseca. Le costó un tiempo más acostumbrarse al exceso de luz. Cuando
logró enfocar, se encontró con la inmensa figura de un hombre atizando una
fogata. El brazo que sostenía la barra candente era exageradamente más
musculoso que el de la mano que se estiró para ayudarlo a pararse.
—¿Dónde estoy?
—En ningún lugar, muchacho. Si alguna vez tuvo
nombre este islote y todo lo que lo rodea, nadie se tomó la molestia de
informarnos. Solo le llamamos “Aquí”, aunque tampoco estamos muy seguros de que
sea una forma correcta de llamarlo.
Acercó sus manos perforadas al abrigo del fuego, y
solo en ese instante notó que había más comensales al rededor. Algunos compartían
copas, otro estaba concentrado en mirarse en un espejo. Un par tiraba hierbas a
la pira, haciendo que surgieran chispas y llamas de colores que formaban
efímeras figuras animalescas. Una de las mujeres, de belleza tal que le formó
un nudo en la garganta su visión, se le acercó casi poniéndole los pechos en la
cara.
—Déjame ayudarte con eso —le dijo mientras tomaba
la corona de espinas e intentaba sacársela con sumo cuidado.
—¡No! Dejadme...
Un coro de carcajadas siguió a su exabrupto.
Cuando ya se secaban las lágrimas de júbilo, el personaje que se dedicaba a
mirar su imagen en el cristal de marco de concha, sin dejar su tarea saltó en
defensa del centro de las burlas.
—Déjenlo. Algunos tardamos más que otros en dejar
las joyas de nuestros avatares.
—¿Joyas? —preguntó el recién llegado, indignado
ante tan burda comparación.
—Joyas, escudos, símbolos —un hombre con cabeza de
halcón le habló posando una mano sobre su hombro —, son los elementos con que
nos construyen. A algunos les gusta pensar que son piezas primordiales,
palabras universales de un idioma eterno, pero yo que veo más allá de lo
evidente, sé que no son más que cagarrutas de mosca esparcidas al azar.
—Entiendo —mintió mientras se ponía de pie para
librarse del peso de la mano y el aliento a carroña de su interlocutor—. Entonces ¿Ustedes dicen que todos tenemos
algo en común? —Repasó la galería demencial que prestaba atención a sus
palabras. Le era inconcebible que aquellas aberraciones, algunas sin la mínima
lógica en su conformación, pudiesen tener el mismo origen que Él, el hijo del
Padre, Uno con su espíritu.
—Parece que va entendiendo —dijo una vocecita.
Provenía desde las manazas de un gigante barbudo. Este dio un mordisco a la
cabeza que acababa de hablar y con la boca llena continuó con lo que estaba
diciendo su bocadillo.
—Somos creaciones con delirio de creador. El paso
del tiempo nos da esa calidad, pero también nos manda al olvido, para
terminar... Aquí.
—¡Basta de blasfemias! —golpeó el caldero que
expelía un aroma que le retorció las tripas y unos lamentos que le clavaron la
columna—. Debo encontrar El Camino. Esta ha de ser otra treta de la Serpiente.
—A mí que me registren —dijo una cobra sacando la
lengua, mientras se desenroscaba de la muñeca de una mujer de cuatro brazos,
para subir por el tronco de un árbol que al principio creyó era una montaña que
desaparecía entre las nubes.
El gigante que aún sorbía sangre desde la tráquea del
—para él— pequeño desafortunado, lanzó el cadáver medio devorado y una
advertencia que hizo temblar el islote.
—NO TE ACERQUES A LA ORILLA. ESO QUE VES OSCILAR
EN LA PLAYA NO ES SIMPLE MAR. SON LOS OCÉANOS DEL TIEMPO.