Ilustración por All Gore |
Tras
irse el detective, el psiquiatra Samuel Faundes realizó la visita de rutina por
las habitaciones del manicomio. Era una mañana agradable y soleada para disfrutar
caminando por las calles de la ciudad o mucho mejor por el campo, buscando refugio
en la sombra de los árboles y oyendo el arrullo melodioso del arroyo. Sin
embargo, para él estaba reservado el paseo por los fríos pasillos, entre
habitaciones y patios interiores.
Extrañamente
aquel día se percibía un silencio alarmante; nada de gritos o de conversaciones
con seres imaginarios. La esquizofrenia estaba sosegada, tal vez por algún tipo
de tranquilizante que desconocía, algo en el ambiente quizás.
Recordó
que había quedado en asistir a los funerales de Olegario Oyarzo, que se realizarían
al medio día. Acudiría en su calidad de médico tratante por décadas.
Qué
paciente más extraño, pensó, detrás de su existencia alucinada se ocultaba un
misterio imposible de develar por completo. Los delirios y alucinaciones eran
situaciones cotidianas que nunca le sorprenderían mayormente, pero escapar para
lograr interesar a un investigador en sus propias divagaciones, en su locura
declarada e irreversible, en esta paranoia desproporcionada, era lo que a él le
sorprendía. El interés demostrado por Emet Blanco en el libro de Olegario
parecía el interés de otro desquiciado, si no fuera por los detalles artísticos
y la pulcritud de la caligrafía, tal vez lo más rescatable de la obra de un
demente, pensó.
Se
fue lentamente, arrastrando un poco los pies hasta la habitación que perteneció
a Olegario. Se detuvo un instante en el umbral, no decidiéndose a ingresar del
todo, como si un sexto sentido le sugiriera no involucrarse más, no volver a
indagar al interior del cuarto, bastaba con la visita en compañía de Emet
realizada con anticipación. Finalmente, se decidió y rompió la extraña
parálisis que le limitaba el ingreso y le ponía en sobreaviso.
El
interior estaba impecable, lo único que parecía fuera de lugar correspondía al
desorden de la cabecera que aún como si se tratara de entrañas digestivas, se
encontraban diseminadas sobre la desecha cama, tras sacar de su interior el
libro de Olegario. Entre unos papeles del velador, unos que al parecer no habían
sido prolijamente auscultados. El médico encontró los símbolos que habitualmente
dibujaba su paciente, además de unas letras incomprensibles, quizás de un
dialecto sólo evidente por un intelecto desequilibrado. También notó lo que
parecía un poema o las palabras mágicas de un rito. No pudo refrenar la
tentación de leerlo en voz alta.