El Capitán Ramírez sacó con un grito a su hijo. Cada vez que entraba a la oficina, este le estaba esperando con rostro suplicante, pidiendo que le diera tan solo unos minutos para hablar.
—¡Ahora no tengo tiempo para tus sandeces! Cada minuto de mi trabajo es de vida o muerte.
El muchacho por un momento reflejó tristeza, tapándola luego con una máscara de insolencia.
—Nunca tienes tiempo. Al final, lo único que te importa es tu puta Policía del Karma y el resto una mierda. ¡Me cago en tu oficina, me cago en la puta que te parió y me cago en ti!
Si Ramírez padre sintió el golpe de aquellas palabras, su rostro pétreo no lo demostró. Una vez que su hijo atravesó el umbral, cerró la puerta con un golpe y regresó a sus tareas, como si acabase de despachar a un molesto vendedor de alfombras.
Llamó por el intercomunicador a su secretaria,
—Ubique de inmediato a Gallardo.
—Pero señor, hemos estado llamando a la Teniente Gallardo a su celular y al neuroviper y ambos están desconectados.
—¡Puta!
—¿Señor?
—No le digo a usted. Siga intentando y apenas la ubique me comunica —azotó el auricular y se restregó el rostro mal afeitado.
Ayer habían tenido una difícil tarde de trabajo y una difícil noche en la cama. Gallardo insistía en que le contara todo a su mujer y él insistía —como siempre— en que lo haría pronto. Esta vez hubo rasguños, golpes, una violenta reconciliación y otra vez la pelea. Pero no era para que Gallardo desapareciera de esta forma.
Además, estaba el hervidero del enjambre de fugas.